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sep-2020
La sustitución de la Ley de Enjuiciamiento Criminal ha sido una asignatura pendiente para los gobiernos de los últimos años, de todo signo, y parece que el actual se ha decidido a jubilarla definitivamente.
En principio, las transformaciones que nos deparará esta nueva ley son la atribución exclusiva de la fase de instrucción al Ministerio Fiscal, separando a los jueces de la investigación y quedando éstos como figura supervisora del respeto a los derechos de las partes, (fundamentalmente de los investigados) y decisora sobre el paso a la fase de juicio oral. Este ambicioso cambio de sistema puede encontrarse con algunas trabas de tipo constitucional, con lo que tendremos que estar atentos al anteproyecto. Pero lo que llama la atención es que, en medio del cambio tan profundo en la que ya estamos inmersos, se acometa la reforma de su polémico artículo 324.
En la Exposición de Motivos de la proposición de la Ley 2/2020 se llegaba a justificar la reforma a base de ataques despiadados a la anterior (de 2015), que establecía un sistema de plazo máximo para la instrucción de 6 meses con una serie de excepciones, y llegaba a cuestionar la constitucionalidad de ésta. Su preámbulo ha sido mucho más moderado, pero hace más hincapié en el derecho a la presunción de inocencia y a evitar la “pena de banquillo”, que al legítimo poder punitivo del Estado y a la reparación del daño a las víctimas.
Lo cierto es que el recientemente derogado sistema estaba lleno de buenas intenciones (a pesar de que se le dio siempre un trasfondo político) pero pecaba de una completa inocencia que chocaba con la práctica diaria de los Juzgados de Instrucción. No se puede imponer un plazo máximo tan breve y esperar que éste se cumpla si no se implantan sistemas de mejora en la gestión del trabajo, y se dota de más medios técnicos y humanos a los Juzgados y a la Fiscalía. De la misma manera que no se le puede pedir a un piloto deportivo que corra la vuelta rápida de un Campeonato del Mundo con un ciclomotor. Así que la realidad les dio la razón a los que preveían el incumplimiento del plazo máximo de 6 meses (que eran prácticamente todos los que analizaron la norma y trabajaban a diario como operadores jurídicos en estos asuntos), y se abordó la necesidad de reformar lo reformado, justo cuando se plantea la sustitución de la Ley del siglo XIX por la del siglo XXI. La reforma ha sufrido una tortuosa tramitación parlamentaria, entrando en vigor el pasado 29 de julio.
De forma muy sinóptica podemos decir que lo que inicialmente se había planteado como una derogación absoluta del plazo máximo, se ha convertido en una ampliación de este a un año; el complejo y poco útil sistema de prórrogas se simplifica y la valoración sobre su necesidad recae sobre el Juez Instructor.
A continuación nos lo cuenta nuestro compañero Guillermo Calvo en este artículo que hoy publica para Actualidad Jurídica Aranzadi.